Él, es mío.

Luca no escuchaba por encima de la música. En la oscuridad, apenas podía moverse. Y aquel tipo, que había aparecido de la nada, con su chaqueta de cuero y aires de John Travolta, lo apresaba en un beso que no había previsto.

Se separó y lo miró a los ojos, con el corazón en la garganta. Por un momento, tuvo miedo. Por un momento, imaginó que era él. Que aquellos labios de miel eran los mismos que solía besar una y otra vez, cada noche, cada segundo. Soñó, en un abrir y cerrar de ojos, que sus manos habían vuelto a arrebatar su alma, a quitarle el aliento, a pintar vívidos cuadros llenos de colores en su fina piel de terciopelo. Pero frente a él encontró a un ser desconocido, unos ojos diferentes, unos labios que no le pertenecían. Contuvo las lágrimas con un ligero pestañeo. 

Lo empujó con suavidad.

-Vete -murmuró.

-¿Y qué pasa si no quiero?

-¿Te está molestando? -una voz, demasiado familiar, demasiado ronca y gastada, habló por encima de la música y el jaleo, por encima de todos, hasta que el silencio se los tragó.

El desconocido, con valentía y perspicacia, se volvió hacia él. Lo miró de arriba abajo.

-¿Y tú quién coño eres?

Robert sonrió.

-Hace tiempo, pensé que no era nadie. Hace tiempo, él no era más que el chico de las fotos. Pero creo que me he dado cuenta de lo equivocado que estaba -sonrió y miró a Luca, el mismo que estaba al borde del infarto, de las lágrimas, del grito más ensordecedor, con una sonrisa torcida-. Yo soy Robert y él, pedazo de gilipollas, es mío.

Y aquellos labios que jamás había conocido, tan sucios y ladrones, se rompieron tras un golpe que fragmentó, en mil pedazos, el silencio que los devoraba.