Antes de que se diera la vuelta, antes de que el mundo se rompiese entre cristales rotos y sueños vacíos, Robert cogió su mano. La cogió con fuerza, la cogió con desesperación, esperando agarrarse a su última esperanza de que se quedara a su lado. Y sus ojos lo atravesaron, con tristeza, como espadas que ya habían pasado por demasiadas batallas intemporales e infinitas.
-Quédate -murmuró, sin saber cómo aquella palabra había salido de entre sus labios cansados.
Y Luca dio un paso atrás. Y suspiró. Y cerró los ojos. Y dos lágrimas rodaron por unas mejillas rosadas por el frío y la nieve. Lloró porque su tacto electrificaba. Lloró porque su mirada lo paralizaba cuál veneno sin antídoto, tan mortal como la oscuridad. Lloró porque sus piernas fallaban cada vez que estaban cerca, porque sus manos temblaban cada vez que sus labios se rozaban.
-Dame una sola razón para quedarme.
El silencio los rodeó en medio de la nada. Robert bajó la mirada, desvalido. Se mordió los labios.
-Porque esto, porque tú... eres lo que soy.
Y, de repente, la soledad los devoró.